Cerebro masculino, cerebro femenino.

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Sonido estridente de despertador. Alguien lo para.
Petronilo.- (bostezo ruidoso)
Eremita.- (enfadada y medio dormida) ¿Pero quién ha dejado puesto ese despertador?
Petronilo. - (animado) ¡Yo! ¡¡Venga arriba que tenemos que hacer muchas cosas!!
Eremita. - ¿Pero qué dices, Petro? ¡Qué es domingo! (Mimosa) Anda, acurrúcate un poquito conmigo, que tengo los pies fríos.
Petronilo. - (condescendiente) Bueno, va, cinco minutos solo
Eremita. - (enfadada) Pero tío, ¿tú de que vas? Tanto rollo con que pasemos la noche juntos, y ahora parece que tienes una guindilla en el culo.
Petronilo.- (tierno, comprensivo, pero impaciente) Ay, perdona amor mío. Es que como dijimos de subir temprano al monte por madera. Recuerda que tengo que hacer una cabaña para tu sobrino. Y también quería arreglar la moto esa que tenéis en el garaje. Y...
Eremita. - (más relajada) Para el carro, chaval. Tú aquí has venido a entretenerme y a hacerme el amor.
Petronilo (escandalizado, en susurros).- ¡Por Dios, Eremita, que estamos en la radio!
Eremita. (riendo).- ¡Jajaja! ¡Pero qué machote que eres!
Petronilo.- ¡Sin cachondeo, eh! Qué si quieres ahora mismo me vuelvo a la cama y te enteras de lo que vale un peine.
Eremita.- Qué no es por “eso”, tontorrón. Sino por lo “otro”.
Petronilo.- (Desconcertado, en tono totalmente gilipollas) ¿Lo otro? ¿¡Qué tienes a otro!? ¡Eremita!
Eremita (muerta de risa) ¡Que nooo! Lo otro es el cerebro, cariño. Que lo tienes muy de hombre, vaya.
Petronilo.- ¡Bah! ¡Ya estamos con los topicazos!
Eremita (de buen humor) .- Ya, ya. De tópicos nada. Que los machotes tiran al monte, hijo. Y al garaje a arreglar motores. ¿Qué pensabas hacer luego?
Petronilo.- Pues ir a la tertulia esa sobre ciencia que hace tu padre. ¿No dices que me socializo poco?
Eremita.- Sí, jajaja. ¡Y para socializarte más vas a reunirte con los colegas frikis de mi padre! Jajaja. Ay. No tienes remedio.
Petronilo.- ¡Vaya! ¿Y qué es lo que le apetece hacer a tu divertido cerebro femenino?
Eremita.- Pues estar contigo. Para eso han venido mi cerebro y mi cuerpo aquí.
Petronilo.- (divertido) ¡Pero si no me he despegado de ti en toda la noche!
Eremita.- Ya, ya...
Petronilo.- ¿Qué?
Eremita.- (amenazante en broma) .- Vuelve-a-la-cama-ahora-mismo.
Petronilo.- Mi cerebro no me deja.
Eremita.- No le estoy hablando a tu cerebro, sino a ti, personita mía.
Petronilo.- ¡Buf! ¿Y qué vamos a hacer otra vez en la cama? ¡Tus catorce sobrinas van a entrar de un momento a otro!
Eremita.- Jajaja. ¡Pues hablar, zoquetillo! ¡Y contarnos cosas! ¡Y leer juntos! ¡Y jugar a las adivinanzas!... Mira esta. ¿Quién es el que me va a dar un masaje en los pies mientras yo le leo este maravilloso cuento?
Petronilo.- ¡Oh, no!
Eremita.- ¡Oh, sí!
Petronilo.- ¿Y no podemos ir juntos a por la madera y hablas tú por el camino?
Eremita.- ¡A la cama he dicho!
Petronilo.- Ay, ay, vale, vale, no me hagas cosquillas, no por favor...




Algunos estudios experimentales apuntan a una diferencia morfológica y funcional entre el cerebro de los varones y el de las mujeres. Según el profesor de psicología de Harvard Simon Baron-Cohen (autor de La Gran Diferencia) los varones poseen un cerebro más apropiado para “analizar sistemas” (desde los más mecánicos hasta los más abstractos), y las mujeres para comunicarse y empatizar con los demás. Esta doble naturaleza se manifiesta, según Baron-Cohen y otros, incluso antes del nacimiento, y parece que se relaciona con la mayor o menor presencia de testosterona en el feto.

Para otros, esta visión psicologista y determinista de la diferencia sexual es superficial y apresurada, dada la complejidad de los factores en juego, y la ambigüedad de muchos de los resultados experimentales.

Pero más allá de estas consideraciones científicas cabe preguntarse si la diferencias hormonales y cerebrales entre el cerebro masculino y femenino tienen, de por sí, algún valor social, moral o incluso político.

¿Serían estas diferencias algo relevante para establecer, por ejemplo, cómo debemos educar a los hijos, o qué tipo de actividades u ocupaciones se adecuan mejor a un sexo y a otro? ¿Podríamos hablar de una manera de comportarse, juzgar o hacer política propiamente femenina y otra, casi siempre culturalmente preponderante, más masculina?


¿Qué piensas tú? ¿Hay cerebros femeninos y masculinos? ¿Y cuánto debe importarnos eso?

Guión: Víctor Bermúdez . Actores: Jonathan González y Eva Romero. Voces: Chus García y Víctor Bermúdez. Producción: Antonio Blazquez. Música sintonía: Bobby McFerrin. Dibujos: Marién Sauceda. Idea original para Radio 5: Víctor Bermúdez y Juan Antonio Negrete.

Lo Justo y lo Útil


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Estimados cavernioyentes, recuperamos hoy otro de los documentos psicofónicos obtenidos en las ruinas del ágora de Atenas. Allí, y allá por el siglo V a. C., el filósofo Sócrates y un sofista llamado Sofistófeles, tuvieron la siguiente discusión sobre un tema de candente actualidad filosófica: ¿a qué se refieren las palabras “justo”, “bueno” o “verdadero”? ¿Tienen un significado objetivo y universal, o tan solo se refieren a lo que resulta útil a la persona que las usa?

S.- A ver, dime, Sofistófeles. ¿Crees que los hombres convienen en lo que es justo por serlo, o más bien que lo es porque así lo convienen ellos?
Sf.- Lo segundo, Sócrates. No lo convenimos por ser justo, sino que es justo porque lo convenimos.
S.- ¿Y por qué lo convenimos entonces, si no es por que sea justo?
Sf.- Fácil. Porque nos conviene y nos resulta útil.
S.- ¿Y no estarás, entonces, llamando propiamente “justo” a lo que es útil y conveniente?
Sf.- Precisamente a eso.
S.- ¿Y sabrías responder si te pregunto entonces qué es lo útil y conveniente para todos y cada uno?
Sf.- No, por todos los dioses. Cada uno tendrá por útiles cosas diversas. Aunque me temo que vas a pedirme que te explique cómo es que “útil” designa lo mismo diciendo lo diferente.
S.- No. Dime, mejor, que es para ti lo útil, pues esto sí que debes saberlo.
Sf.- Claro, Sócrates. Lo útil es lo que conviene a mis deseos. 
S.- ¿Y estás tú seguro de que deseas lo que te conviene?
Sf.- ¿Cómo no?
S.- ¿Quién crees que sabe mejor lo que conviene a una semilla, el experto jardinero o la semilla misma?
Sf.- El primero, está claro. La semilla se deposita al azar, sin ciencia alguna, a veces sobre la tierra en la que, sin saberlo ella, jamás va a fructificar.
S.- Pues dime ahora, ¿eres tú como la semilla o más bien como un experto jardinero de ti mismo?
Sf.- Si he de desear lo que me conviene, y no lo que me perjudica, he de ser experto acerca de mi mismo, claro está.
S.- ¿Y realmente lo eres?
Sf..- ¿Pero quién si no, Sócrates, puede conocerse mejor a sí mismo que uno mismo?
S.- Esta bien. ¿Pero de qué conocimiento hablas? ¿Del que proporciona verdades reconocibles por todos, como las que cree descubrir el experto en alguna ciencia?
Sf. Ese conocimiento no es posible. La verdad, tal como ocurre a la justicia o la bondad, es siempre relativa. Cada uno tiene las suyas, que son, siempre, las que más les conviene creer.
S. Luego tú serás conocido por ti mismo como lo que más te conviene creer que eres. Pero dime, ¿lo que conviene a algo no es lo que mejor se adapta a su naturaleza, tal como la hierba, y no la carne, al cervatillo, y la carne, y no la hierba, al león comedor de cervatillos?
Sf.- Eso he de reconocerlo.
S.- ¿Y cómo reconoces esto último como cierto? ¿Acaso también porque te conviene creerlo así?
Sf.- Cómo si no, si he de ajustarme a lo que dije antes.
S.- Pero entonces fíjate que extraño es lo que dices.
Sf.- ¿El qué, Sócrates?
S.- Que lo útil para ti es lo que más conviene a aquello que te conviene creer que conviene al que te resulta conveniente creer que eres.
Sf.- No estoy seguro de que me convenga seguir esta conversación de locos, oh, Sócrates.
S.- Pues yo creo que no hay nada que te convenga más





Algunos filósofos griegos del siglo V a. C., llamados sofistas, y muchos otros de nuestra época, mantienen una visión subjetiva y pragmática de la “verdad” y de valores como lo “justo” y lo “bueno”. Según esta concepción, lo verdadero, justo o bueno es lo que nos conviene o nos es útil a nuestros fines. 

Una objeción que cabe plantear a esta postura – y que ya planteara Sócrates hace dos mil quinientos años – es la de que acaso, para no equivocarnos en la elección de nuestros propios fines, tengamos que suponer una concepción mucho más objetiva de lo que es verdadero y bueno. ¿Cualquier cosa a la que aspire es conveniente para mi? ¿O, más bien, debo saber primero lo que realmente me conviene para así aspirar a ello?

¿Qué piensas tú? ¿Elegimos algo por ser bueno y justo, o es bueno y justo porque lo elegimos?


Guión: Víctor Bermúdez . Actores: Jonathan González y Víctor Bermúdez. Producción: Antonio Blazquez. Música sintonía: Bobby McFerrin. Dibujos: Marién Sauceda. Idea original para Radio 5: Víctor Bermúdez y Juan Antonio Negrete.

Sócrates y los sofistas.


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Nuestro intrépido equipo de expertos del más allá filosófico han logrado invocar a dos espíritus, el de Sócrates y el de un sofista, desconocido hasta hoy, llamado Sofistófeles. El experimento se realizó en un solitario callejón de Atenas, durante el siglo V a. C., y la energía liberada en el proceso fue tal que todos los expertos, menos uno, perdieron la conciencia. El que quedo, especialmente fornido, y al que llaman el “omoplatos”, me contó luego lo que había visto y oído. Y esto dice que fue:


Sócrates.- Ea, pues, aquí estamos otra vez. Algún maestrillo aprendiz de brujo me ha traído acá, desde otro lugar más dulce, y me obliga de nuevo a vagabundear por estas queridas callejas. ¡Hola, pero si tengo un compañero de desgracia! ¿Quién eres tú, espectro?
Sofistófeles.- Un sofista soy, Sócrates, o eso dicen de mí.
S.- ¿Uno de mis viejos amigos, acaso? ¿Eres el venerable Protágoras? ¿El incisivo Gorgias? ¿O acaso el feroz Trasímaco? Mi vista ya no es como era, y al venir del reino de la Luz, me cuesta mirarte y reconocerte.
Sf.- No soy ninguno de los que dices, y los soy todos a la vez. Allá donde purgamos nuestras penas, acusados de ser unos sinsustancia, me han amasado como una albóndiga, para que tenga algo de miga, y me han hecho uniendo los trozos de unos y de otros, y añadido alguno de la novelle cousine…
S.- Ya, ya me han dicho que en esta época sois también los amos del cotarro de lo que el vulgo llama cultura y que ahora enseñáis en todos sitios con solo asomaros a unas extrañas ventanas en las realmente no estáis, pero parece que estáis.
Sf.- Sí, todo cambia para no cambiar nunca. Ahora enseñamos a través de la televisión y otras extrañas máquinas.
S.- ¿Que nada cambia, dices? ¿Has cambiado tú y has dejado de ser sofista tras tantos siglos de purgatorio?
Sf.- Aún no lo logre, Sócrates. Sigo pensando lo que pensaba: que no hay nada de bueno ni de malo, de cierto ni de incierto, fuera del tiempo que pasa y que todo lo cambia, tanto en mí como en los otros hombres, en este lugar y en tantos otros tan diferentes. Soy un relativista, sin lugar a dudas.
S.- Entonces, mantienes, como siempre, que nada valioso existe siempre, pero que esta misma opinión tuya merece eternamente la pena.
Sf.- Siempre es bueno atenerse a la verdad de que nada hay verdaderamente bueno que lo sea para siempre.
S.- Veo que amáis tanto la paradoja, como yo la ironía. Crees entonces que lo bueno y lo justo depende siempre de lo que cada uno estime como tal, en cada época, lugar y circunstancia.
Sf.- Así lo creo, Sócrates.
S.- Pero entonces, sabio Sofistófeles, qué diréis, ¿que es de lo mismo, es decir de lo bueno, de lo que tú y yo hablamos ahora, o de algo que, por ser diferente para ti y para mí, no merece ser definido por las mismas palabras?
Sf.- Las dos cosas diré, oh Sócrates, al mismo tiempo. Discutimos ambos de la misma cosa, lo bueno, pero sin que sea exactamente la misma para ambos.
S.- Entonces, ¿es tan bueno lo que yo tengo por bueno que lo que piensas tú al respecto? Si para mí es bueno llevar esta capa raída y vivir con lo puesto, y para ti vestir con elegancia y vivir en la opulencia, ¿diremos acaso que yo o tú llevemos mejor vida que el otro?
Sf. De ninguna manera, Sócrates, tan buena es tu forma de vivir como la mía.
S.- ¿Dirás entonces que mi opinión de lo bueno y la tuya son, ambas, igualmente buenas, sin que tengamos, ni sea posible, una idea igual de bondad?
Sf.- Eso diré. Es justo que cada uno conciba lo justo a su manera.
S.- Luego si digo que esto que dices no es justo, será justo que lo diga, y tu opinión será injusta, al menos tanto como justa dices que es, pues todas lo son, según dices.
Sf.- Justamente, Sócrates, me haces incurrir en contradicción. Pero eso solo demuestra que la justicia y la bondad no son cuestión de razones. Veinticinco siglos después de tus insensatos intentos, la gente ha convenido ya definitivamente que lo justo y bueno es fruto de convenciones y acuerdos entre todos.
S.- Debo ser entonces el mayor retrasado mental de la historia. Pero dime, Sofistófeles. ¿Crees que los hombres convienen en lo que es justo por serlo, o más bien que lo es porque así lo convienen ellos?...




Las ideas éticas y políticas del filósofo Sócrates eran casi totalmente opuestas a las de los sofistas. Si estos creían que lo justo y lo bueno eran relativos a cada hombre, Sócrates buscaba la definición objetiva y universal de esos términos, en la creencia de que sin ella era imposible convivir con los demás, o ni siquiera dirigir nuestra propia vida. Creía por eso que las leyes, más allá de meras convenciones, tenían que ser justas y buenas, y que precisamente esto es lo que las convertía en herramientas útiles para la sociedad y para uno mismo. 

¿Qué opinas tú? ¿Es lo justo y lo bueno relativo a cada persona o válido universalmente para todos?



Guión: Víctor Bermúdez . Actores: Jonathan González y Víctor Bermúdez. Producción: Antonio Blazquez. Música sintonía: Bobby McFerrin. Dibujos: Marién Sauceda. Idea original para Radio 5: Víctor Bermúdez y Juan Antonio Negrete.

Schopenhauer


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Corría el mes de febrero de 1854. Hacía algunos días que, en una librería de viejo había dado con una obra de título algo pomposo: El mundo como voluntad y representación, escrita por un tal Arthur Schopenhauer. ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? Hojeando algunas de sus páginas caí en la cuenta de que en aquel mamotreto su autor aseguraba haber encontrado el misterio último del mundo, la esencia que todo lo envuelve, una extraña e irracional “voluntad de vivir”.
Me decidí a adquirir el volumen. Al llegar a casa, y tras comenzar a leer, no pude abandonar el libro hasta que los primeros rayos de sol hirieron las paredes de mi pequeño apartamento. ¡La llegada de un nuevo sol! ¡Eso mismo presagiaba Schopenhauer! En aquel instante, henchido de una desbordada pasión, puse rumbo a la estación con la esperanza de reunirme con ese hombre al que casi por instinto consideraba ya mi maestro...

Maestro, he leído con fruición su obra principal, y he descubierto…
¡Descubrir! Todo estaba ya descubierto. Sólo hacía falta que alguien como yo viniera al mundo y tradujera la sabiduría milenaria a caracteres comprensibles para todos. Y aun así habrá quien siga creyendo en las grandilocuentes paparruchas de ese Hegel...
La voluntad, qué singular concepto.
¿Singular? ¿Concepto? Pero ¿me ha leído usted atentamente? ¿Y dice usted que se declara discípulo mío? No me haga reír y vuelva a estudiar mis obras, esta vez con tesón. Desde muy joven cobré consciencia de que un inamovible motor, tan perverso como inconsciente, hacía mella en todo lo existente. La voluntad no es un concepto, es nuestra más sublime intuición, que llegamos a conocer a través de las confesiones de nuestro cuerpo. La voluntad es lo que envuelve el universo, lo que le procura movimiento y lo que, a la vez, hace que todo ser se devore a sí mismo en una perpetua escena teatral.
¿Teatro? ¿Así que somos marionetas?
¿No ha leído a los grandes pesimistas de las letras españolas? ¿Calderón de la Barca, Baltasar Gracián? La más errónea y arraigada creencia del ser humano es pensar que ha nacido para ser feliz. La voluntad nos empuja, en una perpetua lucha, a hacernos cargo de desbordados deseos que nunca encuentran una satisfacción definitiva, y cuando esos deseos parecen haberse apaciguado, llega al paso el terrible aburrimiento, que nos convierte en un ser despreciable que deambula a oscuras en busca de un nuevo deseo que satisfacer.
Entonces, ¿cómo podemos alejarnos de ese horrible mecanismo que nos encadena a desear eternamente?
La voluntad acecha, mi querido pupilo, y tenga presente que es tentar al hombre dejarle elegir. ¡Porque siempre elegirá el mal! Además, no somos libres, téngalo en cuenta. El determinismo más absoluto imprime su sello en todo lo que ve. Sólo una lúcida y permanente negación de esa voluntad, a través del ascetismo más puro, puede lograr acabar con su funesto imperio.
¿Y cómo la negamos? ¿Es el suicidio entonces la salida a este entuerto, maestro?
¡Deje de decir sandeces! El suicidio es, junto a la sexualidad, la trampa más tenaz que la voluntad nos tiende. Quien comete suicidio no acaba con la voluntad, sino que se rinde ante ella.
¿Qué encuentra en la sexualidad tan deprimente? ¿Acaso el placer no es también necesario para caer en la cuenta de que esa voluntad ha de ser superada?
El placer nos vapulea, nos conduce a la envidia y nos hace creer que en este mundo de ilusiones y quimeras es posible encontrar la felicidad. Métaselo bien en la sesera: el dolor y el sufrimiento son los goznes del universo. Sólo ellos pueden hacernos ver que la mejor existencia es la que pasa indolora, tranquila y soportablemente.
Por hoy tengo suficiente materia de reflexión…
-- ¡Jamás se tiene suficiente materia de reflexión! Tenga por regla bastarse a usted mismo y no depender de nadie. Guárdese de mantener esperanzas ilusas, y recuerde que nunca, sin excepción, habrá una victoria sin lucha.
Espero que nos volvamos a encontrar, maestro.
¡Lo haremos! En el seno inmortal de la voluntad, en la vida eterna de la naturaleza, o acaso en la nada... ¡Pero léame, léame y descubrirá la verdad!     



Arthur Schopenhauer nace en Dánzig, en 1788. Aunque pasó la mayor parte de su vida bajo la sombra de un doloroso anonimato, actualmente es considerado uno de los pensadores con mayor influencia en la filosofía y la literatura de finales del XIX y todo el siglo XX. Artistas, filósofos y literatos como Pío Baroja, Richard Wagner, Cioran, Kandinsky, Tolstoi, Thomas Mann, Beckett, Unamuno, Wittgenstein, Nietzsche, Freud o Borges fueron grandes lectores de Schopenhauer, hoy reconocido como el padre del irracionalismo y del pesimismo moderno. A partir de 1850 cobró gran fama y fue bautizado como “el Buda de Frankfurt”: a él acudían todo tipo de gentes como si de un oráculo se tratara. Sus días terminaron en la ciudad alemana de Frankfurt, en 1860, al amparo de una dulce y postrera fama. 
 
 Qué piensas tú. ¿Es la negación de la voluntad y los deseos el secreto de la felicidad? 


(Texto de Carlos Javier González Serrano, presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer).



Guión: Carlos Javier González Serrano . Actores: Jonathan González y Víctor Bermúdez. Producción: Antonio Blazquez. Música sintonía: Bobby McFerrin. Dibujos: Marién Sauceda. Idea original para Radio 5: Víctor Bermúdez y Juan Antonio Negrete.